Autora: Carmen Cascón Matas
Publicado: Béjar en Madrid, 01/11/2013, 4.691.
Levantábase el
sol aquel primero de noviembre de 1755, Día de Todos los Santos, y nadie hacía
presagiar que pasaría a la historia. Lisboa se desperezaba poco a poco
contemplando la entrada y salida de naos de su puerto, cargadas sus bodegas de
productos procedentes de las Indias. Los tenderos preparaban sus mercancías
para la venta a la puerta de sus negocios y un torrente de personas llegadas
desde el campo a tan temprana hora entraba cual hormiguero por las estrechas calles
de la capital portuguesa.
Grabado de los efectos del terremoto de Lisboa de 1755
A muchos kilómetros de allí hacían
lo propio Cádiz y Ayamonte, y en el interior de la catedral de Coria se
preparaban los fastos para la misa mayor que se iba a celebrar a las nueve de
la mañana. En un momento dado, mientras a través de los tubos del gran órgano
salía el aire en forma de música, mientras los canónigos entonaban su canto,
mientras el templo se hallaba a rebosar de fieles, la tierra comenzó a temblar.
Los lisboetas lo notaron unas milésimas de segundo antes y la calle fue presa
del pánico. Hombres, mujeres y niños corrían de un lado a otro mientras las
casas se resquebrajaban y caían cascotes de todas partes. No había refugio
posible. Una gran ola de varios metros de altura se abalanzó desde el puerto anegando
la ciudad. El fuego siguió los pasos al agua destructora en forma de maremoto y
se llevó por delante la mitad del caserío, orgullo de la corona lusa, en un
incendio que se alargó durante tres interminables días. Cádiz y Ayamonte
sufrieron el mismo destino. En Coria a muchos feligreses no les dio tiempo a
salvar sus vidas: las bóvedas de la catedral se vinieron abajo causando
veintiún muertos.