Autora: Mª del Carmen Cascón Matas
Publicado: Béjar en Madrid, nº 4.537. 27 de Febrero de 2009.
Unidos en la vida porque habitaron bajo un mismo techo, aunque no compartían la misma sangre; unidos en la muerte, pues sus restos aún reposan en los sepulcros que ellos mismos concibieron, aunque en iglesias distintas.
El nombre de Bartolomé López Dávila quizás no nos sea desconocido del todo, aunque nos es más popular el apodo cariñoso que nuestros mayores le pusieron tiempo atrás: “San Torreznito”. Nos referimos al Canónigo de Plasencia que reza a través de los siglos desde su tumba de la iglesia de San Juan Bautista.
La figura, arrodillada sobre un mullido cojín, vestida de roquete blanco, muceta y capa negra, puede describirse de convencional, pues responde a un modelo común en los sepulcros de su época. Sin embargo, la cabeza es su vivo retrato, con rasgos particulares, los propios del sepultado. Probablemente se trate de un busto para el que posó Bartolomé antes de su viaje postrero. Su cara se halla tiznada, oscurecida por el humo de las velas y el polvo, aunque aún son reconocibles los rasgos faciales regordetes, la barba incipiente, debida al descuido o a una navaja mal afilada que no hubiese apurado lo suficiente, y los colores sonrosados en las mejillas, signos inequívocos de los placeres de la buena mesa o quizás, de una dura jornada a caballo, al azote del aire de la sierra. El pelo, afeitado, se sugiere únicamente con pintura negra, como si éste no sobresaliera del cráneo. Si lo admiramos con tranquilidad podremos constatar la pequeñez de la cabeza frente al gran volumen del cuerpo, pues probablemente el retrato se hizo por separado.

Retrato de Caballero. El Greco