Autora: Carmen Cascón Matas
Publicado: Béjar en Madrid, 4.812 (02/11/2018), p. 4
¿Qué
había peor que acabar con los huesos en la cárcel por dedicarse a robar en los caminos
públicos? La justicia de la Edad Moderna tenía la potestad de imponer la pena
de galeras a los amigos de lo ajeno y no era extraño ser condenado en estos
casos a cumplir, como mínimo un año o diez a lo sumo, atados a un remo, bogando
en los galeones de Su Majestad, desterrados y lejos de la familia. Mejor seguir
vivo y entero que sin una mano o una oreja, sin ver la luz del sol en una cárcel
húmeda y oscura, o azotado con riesgo de morir. Si lo miramos desde un prisma
positivo era una buena forma de ver mundo para aquellos hombres fuertes y con
suerte; desde el negativismo, una esclavitud para los sancionados de por vida o
para los endebles y desafortunados. Muchos morían por las fiebres, el agotamiento
extremo o el hundimiento del barco. Algunos se agarraban con fuerza a la vida pero
eran hechos prisioneros o trocaban su barco por otro u otros de distinta
bandera, por ejemplo en los galeones de los piratas berberiscos, que azotaban
con sus saqueos el Mediterráneo. Los menos sobrevivían y volvían a sus casas,
con un sentimiento de desarraigo que acababa en locura, mendicidad o regreso al
delito.
Conocido es el episodio XXII de la primera parte de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la
Mancha, en el que don Quijote libera a una cuerda de galeotes, es decir, a
unos presos que eran conducidos con grilletes hasta el puerto más próximo, en
contra de la voluntad de Sancho. Por semejante afrenta a la justicia su
protagonista muy bien hubiera podido encontrar la muerte en la horca, final que
no quiso aplicarle don Miguel de Cervantes para deleite del lector, que
disfruta así de capítulos y aventuras sin cuento.