Autora: Carmen Cascón Matas
Publicado: Béjar en Madrid, 4.843 (21/02/2020), p. 10
No era extraño encontrarse en las largas tardes de verano al marqués de Loriana apostado frente a los balcones de palacio asomados hacia el monte. Su silueta inmóvil se recortaba frente a la luz, mientras su bastón descansaba en los brazos del sillón frailuno. Los sirvientes apenas notábamos su presencia en nuestras idas y venidas de una estancia a otra, aunque, en honor a la verdad, dos seres se preciaban de acompañarle a cada instante: su ayuda de cámara, que permanecía junto a él para atenderle sin descanso desde el canto del gallo hasta que se sumía en las profundidades del sueño nocturno, y su fiel mastín Lobo. Ahora ambos se hallaban cerca: el primero de pie, sumido entre las sombras; el otro echado a los pies del marqués, dormitando.
El de Loriana miraba a un punto fijo, repasando mentalmente cada castaño del monte, vislumbrando la ermita del Castañar, tan hermosa durante los meses del estío, no sabemos si recurriendo a la memoria o a las descripciones escuchadas. Cuando la luz apenas hacía distinguir su silueta de la oscuridad de la estancia, emitió un sordo suspiro, buscó a tientas su bastón, pateó sin querer a Lobo y, gracias a su ayuda de cámara, salió de la estancia camino de los salones donde se iba a degustar la cena. Si se le miraba a los ojos se advertía que habían perdido su función natural, pues la ceguera le impedía el desempeño de hasta los actos más simples. Es por ello por lo que los bejaranos le llamaban don Diego de Zúñiga, El Ciego.