Autora: Carmen Cascón Matas
Publicado: Béjar en Madrid, nº 4.910 (20/I/2023), p. 4.
Las celebraciones religiosas de la Edad Moderna se convertían a veces en escenario de escándalo y enfrentamiento entre los estamentos civil y eclesiástico, pues no en vano se erigían en espectáculo público y mostraban la preeminencia de los poderosos sobre las clases populares y la estricta jerarquización social[1]. Las numerosas fiestas que salpicaban el calendario litúrgico se organizaban de manera escrupulosa, siguiendo un orden que era imposible de fracturar. Aun con todo no faltaban ocasiones en las que, o bien los clérigos, o bien los ediles del consistorio, intentaban enseñorearse en ellas en un tira y afloja sin fin[2]. Los conflictos eran tan habituales y provocaban tal falta de decoro en acontecimientos que debían per se realizarse con toda solemnidad que se intentaron regular para atajar los insultos, empujones y altercados que unos y otros perpetraban en mitad de misas y procesiones.
El motivo fundamental pivotaba en torno a la idea de que los miembros del Cabildo y los eclesiásticos de la villa debían mantener el privilegio de encabezar las procesiones y las ceremonias religiosas, dejando de lado a los representantes civiles. La costumbre inmemorial dictaba que estos últimos se colocaran en las naves centrales de las iglesias, con sus bancos privativos en un lugar preferente en las fiestas así dispuestas por la Regla del Cabildo, privilegio desconocido -el de oír misa cómodamente sentados- para el resto de la población, que había de postrarse de rodillas durante las ceremonias. Tal disposición había sido aprobada por escrito en una ejecutoria de 1601 por los continuos dimes y diretes.