Autor: Javier R. Sánchez Martín
Publicado en “Béjar en Madrid”, nº 4.413, 13/10/2006.
Desde principios del siglo XX, y poco a poco, Dorado Montero se irá replegando cada vez más sobre sí mismo, dedicándose a una agotadora actividad intelectual. Así, sólo el epistolario que posee el Archivo Histórico de la Universidad está compuesto por unas 2.300 cartas y tarjetas postales que le fueron escritas entre los años 1890 y 1918. Por ejemplo, se cartea con frecuencia con Giner de los Ríos, con Azorín, con el criminalista Rafael Salillas, con el político Joaquín Costa, y un largo etcétera. Además de contestar a su mucha correspondencia, se dedicaba a escribir artículos para revistas especializadas, que constituían una de sus fuentes de ingresos para complementar su precaria economía, aunque a veces se queja del poco rendimiento económico que obtenía de ellos en comparación con el gran esfuerzo que le costaba elaborarlos. Otro complemento económico lo consigue mediante la realización de traducciones especializadas, pues domina el alemán y el italiano, cosa poco frecuente en la época.
Volvía a Navacarros en los veranos buscando la tranquilidad del campo, y gustaba de ir todos los días hasta un huerto que tenía al lado de la Casa del Concejo, que la familia donó al municipio para zona de recreo. Iba allí para su esparcimiento y distracción, pero también para pensar y, quizá, para hallar la paz de espíritu que no encontraba en Salamanca. Algunas veces le acompañaron hasta el pueblo amigos salmantinos, entre los que dicen que estaba Unamuno.
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Aula "Pedro Dorado Montero" en las Escuelas Mayores |
Su carácter, cada vez más retraído, y su apartamiento voluntario de la vida social durante un largo período de tiempo, harán que muera casi olvidado el 26 de febrero de 1919, a las ocho y media de la mañana. Pero fue precisamente su muerte la que le rescató del olvido social. En efecto, narra El Adelanto que a su entierro civil asistieron miles de personas, a pesar de la mañana lluviosa, con gran despliegue de banderas socialistas. Entre ellos, muchos estudiantes y obreros. La comitiva partió de su casa, cercana al río Tormes, atravesando la Plaza Mayor, camino del cementerio civil. Allí fue enterrado en una sencilla fosa, precisamente al lado de Mariano Arés, su antiguo profesor de Metafísica. Entre los asistentes estaba Unamuno, quien improvisó un corto pero sentido discurso, que comienza: «Enterramos hoy, los ciudadanos de Salamanca, a este hombre civil, amigo, maestro y consejero de todos; a este hombre que trabajó por la redención de los delincuentes, porque sabía entender, mejor que nadie, aquellos versículos de “no juzguéis para no ser juzgados, porque en la medida que juzgaréis seréis juzgados”. Y lo enterramos en esta tierra sagrada y bendita, tierra bendecida y sagrada por los que aquí reposan, bajo el mismo cielo que a todos cobija, bajo su luz, que a todos nos ilumina por igual.»