Autora: Carmen Cascón Matas.
Publicado: Béjar en Madrid, nº 4.718 (5/12/ 2014), p. 6.
Se escucha el eco sordo de los
cascos de un burrillo por la calle Mayor. Un griterío de muchachos acompaña los
pasos del rucio en su trote cansino y cabizbajo. Hoy su carga es mucho más
liviana. Un niño, sí, transporta a un niño engalanado con mitra, báculo y
sobrepelliz. Por unos días es él quien manda en la villa. Un obispillo dirige
los destinos de la población y su palabra es ley. Desde la altura ridícula del
pollino bendice a la gente en su recorrido, acompañado de pequeños sacerdotes
como cortejo.
En Béjar la tradición de elegir
en el día de san Nicolás de Bari a un niño como pequeño obispo se perdió en la
noche de los tiempos para no quedar de ella ni el leve rastro de una pequeña
columna de humo. Hoy día Palencia, León, Montserrat o Burgos –al margen de varias
localidades obispales de Inglaterra-, lo celebran anualmente con gran éxito. La
leyenda cuenta que tal festividad surgió en la
Edad Media en poblaciones y villas con sede
obispal o monacal, continuando el culto pagano de las Saturnales romanas o
fiesta del invierno. Los miembros del cabildo eclesiástico o los frailes de un
monasterio se reunían el día de san Nicolás, patrón de los niños, 6 de diciembre,
para elegir al infante más joven de los que conformaban la escolanía y le
investían con el ritual preceptivo de un obispo de verdad por la máxima
autoridad religiosa –incluyendo los símbolos propios de su rango-. Su mandato
perduraba hasta el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Durante este
periodo el chiquillo y el resto de su corte, formada por niños- canónigos,
ejercían todas las potestades religiosas en la iglesia- madre, a excepción
hecha de la misa. Incluso en muchos pueblos del Pirineo catalán el niño,
investido con mitra de papel y báculo de madera, un trasunto del propio san
Nicolás, recorría a pie con su corte las casas pidiendo regalos y cantando
canciones navideñas[1].
Grabado antiguo de la fiesta del obispillo