Autor: Francisco Javier Suárez de Vega.
Publicado: ABC Artes Letras Castilla y León. Sección Hijos del olvido LIX (30/04/2025)
El de hoy es un hijo grande como pocos. Don Manuel de Zúñiga y Guzmán, X duque de Béjar, con grandeza de España de primera clase, caballero de la orden del Toisón de Oro y descendiente de reyes. Aunque su fama alcanzó hasta el último rincón de la Cristiandad, el paso del tiempo evaporó su recuerdo. El casual redescubrimiento de su tumba a finales del siglo XIX, algunos trabajos biográficos y, en especial, la publicación por el Centro de Estudios Bejaranos de la magnífica investigación de Emiliano Zarza Sánchez, han contribuido a rescatar una figura histórica apasionante.
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Cuando tenía cuatro años murió su padre y heredó un ducado casi en la bancarrota. Pronto destacaría por su carácter caritativo y una indudable inclinación por la carrera de las armas. Su ‘cursus honorum’ comenzará bien alto al ser nombrado en 1681 mariscal de campo. Al frente de un tercio de veteranos en Flandes, demostraría su valor en la defensa de Oudenaarde, asediada por el ejército francés. Con un arrojo temerario, en medio del fuego contrario, se abalanzó hacia unas barricas a punto de explotar y quitó con sus propias manos los rescoldos que las cubrían. El enemigo fracasó en su objetivo de volar el polvorín, al día siguiente levantó el cerco y fue perseguido por el duque. Así comenzaba a forjarse su leyenda.
Manuel de Zúñiga y Guzmán, X duque de Béjar
Pacificado Flandes, regresó en 1685 con sus finanzas al borde del colapso por el dinero gastado para el mantenimiento de sus hombres. Poco después sufrió un breve destierro de la corte por haber “fracturado los brazos de un oidor”. Fue en aquellos tiempos cuando puso sus ojos y afanes en un lejano lugar que, a la postre, sería el escenario de su prematura muerte y de una gloria como nunca pudo imaginar. La amenaza turca había estado a punto de conquistar Viena dos años antes. El duque quiso ir allí como voluntario, pero su petición fue denegada debido a sus obligaciones en Flandes. Ahora, la que podría denominarse la última cruzada, la Liga Santa, se proponía una empresa decisiva: la conquista de la ciudad de Buda. Lo más granado de la aristocracia continental acudió a la llamada del pontífice y el duque, ahora sí, logró permiso para viajar como “venturero”.
Emprendió la ruta con su primo, don Gaspar de Zúñiga, siguiendo el camino español. De su alta alcurnia da muestra el hecho de que fuera recibido en Viena por el emperador Leopoldo I. Llegó a Buda en junio de 1686 y se puso “a la cabeza de los ventureros castellanos y parte de los italianos”. Defendida por 100.000 hombres y custodiada por unas inexpugnables fortificaciones, aquella era una empresa de incierto resultado, solo factible a costa de un mar de sangre.
Lápida en Budapest por los 300 héroes españoles
Desde el primer momento demostró que no había ido allí a pavonearse con la flor y nata de la aristocracia europea. Siempre en el lugar más peligroso, contraviniendo incluso las órdenes del general al mando, que temía por la vida de alguien tan principal. Como en la decisiva acción del 6 de julio, cuando recuperó ante los jenízaros unas estratégicas baterías en una misión casi suicida, con una encamisada nocturna, marca de la casa de los tercios viejos, “peleando con granadas y con pistolas”, y que terminó con el sombrero y justador del duque “pasados por siete partes”. Tras ello, los generales alemanes dijeron: “los franceses aventureros han venido a lucir sus equipajes y trenes; pero los aventureros españoles han venido a mostrar sus personas y a lucir su bravura”.
El 13 de julio se lanzó el primer gran asalto a la fortaleza. Intratable, logró un puesto en vanguardia: un infernal decorado bélico de fosos, minas y una empalizada, batido por el fuego cruzado de dos baluartes. La suerte sonreía a los turcos y, ante el castigo sufrido, el duque de Lorena trató, sin éxito, de apartarlo de la primera línea. En ese crítico momento, el duque y su primo asumieron la dirección del ataque y comenzaron a escalar la brecha. Recibió un mosquetazo en su ya maltratado sombrero, mas, impertérrito, siguió adelante. Cuando la fiera reacción hispana comenzaba a revertir la situación, fue abatido por una bala de mosquete “que entrándole por el brazo yzquierdo, le salió por el espinazo, de que inmediatamente cayó”.
Desahuciado por los cirujanos, asombró su entereza en la larga agonía. Contra todo pronóstico, resistió hasta el día del Carmen, como él había predicho. Tras recibir la visita de los generales, fallecía abrazado a un crucifijo “que había llevado de España, y con el que había muerto su padre”. Su sacrificio no fue en vano y en septiembre, tras casi siglo y medio bajo el yugo otomano, Buda era liberada. Su hermano Baltasar trasladó su cuerpo a Béjar y su corazón —según sus deseos— se depositó en la basílica del Monasterio de Guadalupe.
La heroica muerte de don Manuel causó conmoción en toda Europa. El emperador Leopoldo I, Inocencio XI o Carlos II, entre otros, escribieron cartas de condolencia. Sus hazañas circularon de boca en boca y en sonetos, crónicas, incluso obras teatrales representadas hasta el siglo XVIII. Después, se desvaneció su recuerdo casi por completo.
En Budapest no olvidaron la sangre derramada por aquellos extranjeros. El paraje donde acamparon aún se llama Spanyolrét (pradera de los españoles) y en sus murallas una lápida reza así: “Por aquí entraron los 300 héroes españoles que tomaron parte en la reconquista de Buda”. Allí cayó mortalmente herido el que los bejaranos llaman el “Buen Duque”. En palabras de Carmen Cascón, el último “de los verdaderos duques de Béjar”.
En la placa no dice que los 300 héroes españoles eran bejaranos. Se podría poner otra placa al lado que lo diga y que los comandaba el duque D. Manuel Diego de Zúñiga y Sotomayor.
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