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1 de diciembre de 2023

Un corregidor y dos pares de medias (2ª Parte y final)

Autora: Carmen Cascón Matas 

Publciado: Béjar en Madrid, n.º 4.887 (21/01/2022), p. 4.

 

          Utilizando el proceso judicial abierto por el corregidor Felipe de Ariño y San Miguel en diciembre de 1701 contra Juana, apodada La Nevera, y Ana Rodríguez de Ledrada, podemos reconstruir en cierta forma lo acontecido, pensando siempre que las descripciones y diálogos que se recogen, dignos de un guion cinematográfico, intentaban ponerse siempre del lado de la justicia. Solo tenemos que darnos cuenta que los declarantes convocados a tal fin son los miembros de la comitiva recaudadora; es decir, los representantes del poder civil de la villa. ¡Qué otra versión iban a ofrecer que la de defensa del señor corregidor!

            La justicia debía de ser dura con los desacatos a la autoridad y me temo que Ana acabó convirtiéndose en chivo expiatorio. Veamos primero el caso de Juana, La Nevera. Sin que nos describan del todo la escena, si acaso unas pinceladas, los testigos narran que, al llegar la comitiva judicial a su tienda con el fin de que cobrarse el dinero para el pago de los jornales, la mujer salió con un par de medias de mujer en la mano, bastas, argumentando que solo pagaría las seis que le correspondían y no doce como le exigían, ofreciendo las medias como prenda. Haciendo buenos los seis reales y la prenda, la comitiva siguió su camino. Quizá la oferta de tan inusual artículo respondía a que su tienda funcionaba como mercería, pero qué duda cabe que se vislumbra una cierta provocación ante la invasión de su espacio por tal cantidad de hombres. 

 Una tienda en París del siglo XVIII. Aquí

            Al poco franquearon el establecimiento de Ana Rodríguez y al exigirle el dinero comenzó a «verter voces e impertinencias que hera el dezir que hera injustiçia y tirania hacer aquello con una muger que tenia a su marido tullido muchos años abia». El corregidor, don Felipe de Ariño, le respondió con gran sosiego, como dice el auto de prisión, y hete aquí que Ana Rodríguez, soltando improperios, «diçiendo cosas que no heran dignas de ser oydas por persona alguna», «cojio una bolsa de un cajón de la tienda y la tiro con grande rabia al mostrador, que contasen allí çien reales que tenia mucho dinero ella y que como esas cosas heran las que se llevaba el diablo». El corregidor, sin inmutarse, expresó «señora, yo no pido mas que doçe reales ni usted tiene que pagar mas, pero si gustare de dar los cien reales pues tiene tanto los podrá dar para conponer otros muchos parajes y sitios que necesitan de compostura».

24 de noviembre de 2023

Un corregidor y dos pares de medias (1ª Parte)

Autora: Carmen Cascón Matas

Publicado: Béjar en Madrid, 4886 (07/01/2022), p. 4, y 4887 (21/01/2022), p. 4.

        1701 fue un año convulso. Planeaba en la imaginación de las gentes incontables miedos ante la llegada de un nuevo siglo, hundidos en la incertidumbre de si tal trueque auguraría bonanzas o desastres sin cuento. El temor a las transformaciones, a los aires nuevos, se mezclaba con los rumores y con la falta de información en aquellas mentalidades ancladas en la rutina. Además los hados parecían haberse conjurado en favor del cambio: los Borbones franceses iniciaban su dinastía en el trono de España siguiendo las directrices testamentarias del último rey de la dinastía Habsburgo, Carlos II, fallecido sin hijos. Luis XIV guiaba los destinos de su nieto Felipe V, mientras las restantes cortes europeas se posicionaban a favor o en contra en el nuevo reparto de poderes. Una guerra, la de Sucesión, estalló al poco al no estar dispuesto ningún estado a asumir que el francés acumulara cada vez más territorios, ni en Europa, ni en los restantes dominios del Imperio Español. 

 Escena cotidiana del siglo XVIII

            En Béjar, el señorío se encontraba en manos de un jovencísimo duque don Juan Manuel II, asistido en el gobierno por su tío, don Baltasar de Zúñiga y Guzmán, marqués de Valero. Desde el comienzo del conflicto se mantuvieron leales al nuevo rey, acatando sin rechistar los designios del fallecido Carlos II. Madrid, más que la capital de sus señoríos, se había convertido en su lugar de residencia, allá donde se movían los engranajes del poder. Y mientras la villa seguía su devenir cotidiano aunque quizás con el aleteo de un aire revuelto, propio de una atmósfera prebélica.