16 de febrero de 2009

Una mujer del siglo XVIII fabricante y mecenas (1ª Parte)



Autor: Mª Carmen Cascón Matas
Publicado: Béjar en Madrid, nº 4.520. Noviembre de 2008



Antonia Hernández Ajero nació en Béjar en 1714 y, si nos interesa realizar una reseña sobre ella, nos es por otra cosa que por ser una mujer mezcla de fabricante de paños y beata, propietaria de obrador y viuda compungida, mecenas de las artes como medio de devoción y protectora de la Orden Terciaria Franciscana de mujeres en nuestra Villa. Una combinación de caracteres que el lector entenderá a medida que contemos algunos de los episodios de su vida.

Lo de los paños a Antonia le venía de familia, tanto propia como política, pues había nacido en una familia eminentemente manufacturera. Su padre, Antonio Hernández Ajero Sánchez de las Matas, había prosperado como fabricante de paños a finales del siglo XVII, momento en que la Casa Ducal injerta en la red lanera bejarana a los maestros flamencos. El negocio debía de irle viento en popa, aún teniendo en cuenta que en aquella época los talleres eran modestos, pues se componían de unos pocos telares y con una mano de obra eminentemente manual. En suma, la manufactura bejarana todavía se podría adjetivar de artesanal, aunque el impulso que tomó en el siglo XVIII llegará a ser tal, que bien se puede considerar parte de la base de la industria pañera bejarana de los siglos XIX y XX.




Pues bien, la familia Hernández Ajero se había aprovechado de ello, consiguiendo ocupar un puesto en la sociedad lanera bejarana en aquel 1714, año en que nace Antonia, hija de padre y de madre fabricantes, pues su madre María Sánchez Cerrudo Gómez también procedía de linaje fabril. No es de extrañar, pues era frecuente el emparentamiento entre ramas familiares pertenecientes al mismo gremio o actividad artesanal, mas que nada para sellar lazos de tipo económico o ascender de posición, en el caso de los casamientos entre individuos de distinto nivel social. Esta política matrimonial debió estar afincada en la mente de Antonio cuando de los 13 hijos que tuvo con María (sólo prosperaron 7 de los que tengamos noticia), casó al menos a 4 con miembros dedicados al negocio de los paños. De ello son ejemplos los casos de José, Manuel y Fulgencio, los herederos de los bienes paternos, pero sobre todo de dos de las hijas del matrimonio.

Antonia no iba a ser menos. Mucho antes de que a su hermana Ana María la casaran en 1747 con Ventura Hernández Bueno, otro de los fabricantes de mayor relevancia en el Béjar del siglo XVIII, se celebra la boda de nuestra protagonista en la iglesia de El Salvador con Manuel Sánchez Cerrudo Muñoz el 29 de noviembre de 1733. Ni que decir tiene que el novio se dedicaba a la fabricación de paños. Además de económico, el enlace venía a reforzar la unión entre los Hernández Ajero y los Sánchez Cerrudo, pues los contrayentes eran primos, destacando la condición de viudo de Manuel, que había perdido a su primera esposa Ventura Hernández Zebriano.


Campanario de la iglesia de El Salvador
   
El matrimonio vivía en una de las casas de los portales de Pizarro, junto a dicha poderosa familia nobiliaria, zona en la que habitaban personas de alta condición social, bien por linaje o por posición económica. Suponemos que los obradores que poseía Manuel se encontrarían cerca, quizás tras el lienzo de estas viviendas de la parte norte de la plaza del convento de la Piedad, aunque esto es una mera suposición. Muy amigos de poner motes, distintivos o acortar nombres y apellidos sus paisanos les llamaban Manuel Sánchez Muñoz y Antonia del Mozo. Los apelativos son fácilmente explicables, pues seguramente Manuel ostentaría el mismo nombre y apellido que algún otro miembro de su misma familia, de mayor edad, por lo que le llamarían el Mozo y acortarían su Sánchez Cerrudo por un Sánchez Muñoz para diferenciarles.

Durante los 22 años que duró el matrimonio, Antonia se dedicaría como todas las esposas en aquella época a las labores domésticas, organizar la casa, asistir a los oficios divinos, hacer obras piadosas como adinerada y dar vástagos al matrimonio, dejando los negocios y obradores para su marido. Si bien todas esas misiones las ejerció, como dama de su condición, primorosamente (suponemos), lo último (tener hijos) no se produjo, pues el matrimonio no tuvo descendencia.


Posible casa de Antonia Hernández Ajero 

Como bien citan los documentos, Antonia debía ser extremadamente devota, situación que se debió acrecentó a la muerte de su marido en 1751. Efectivamente, en ese año muere Manuel. Poco antes había hecho testamento, ejerciendo como testigos el Padre Guardián del Convento de San Francisco y Jerónimo Lucio (sobrino del célebre párroco de El Salvador, Genio indómito, Jerónimo González de Lucio, y uno de los más prósperos fabricantes de paños de la época) y dejando estipulado se le enterrase en dicho convento, como así se hizo.

Antonia, al no haber tenido descendencia, decidió mantener personalmente el negocio de su marido, colocándose a la cabeza del obrador, situación inusual para mediados del siglo XVIII. No debió de desempeñar mal la tarea, pues según Rosa Ros se contaba entre los mayores fabricantes de la villa (daba trabajo a 6 telares) combinando el trabajo en obradores propios con el recurso del trabajo a domicilio. Seguramente concentraría los telares manuales en los obradores, mientras que la labor de hilado la encargaría a mujeres de Béjar o de la comarca, que encontraban así un complemento de un sustento eminentemente agrícola.

Claustro del convento San Francisco  

La casa debió de parecerle grande y aburrida, aunque por entonces vivía allí su madre María Sánchez Cerrudo viuda desde 1741, y como era habitual en otras mujeres adineradas decidió, por un lado, fomentar la religión, y, por otro, hacer obras pías. Y así, uniendo ambos deseos, comenzó a impulsar la Orden Terciaria Franciscana a través del mantenimiento económico de sus miembros pobres e incluso dando a cogida a algunos de ellos en su propia casa. Dicha orden integraba a seglares que decidían llevar una vida mas o menos monástica sin tomar las órdenes mayores, por lo que podemos deducir que incluso Antonia podría haber ingresado en la orden, aunque, suponemos, sin profesar el voto de pobreza. No sabemos en qué fecha se conocerían Antonia y la Hermana María Peña García La Morala, pero seguro que su amistad se reforzaría en ocasión de la muerte de Manuel. El caso es que a partir de este momento ambas mujeres se harían inseparables.

Nos imaginamos la casa de los portales de Pizarro como una especie de convento, lleno de devotas, sacerdotes y frailes. Pero la cabeza de Antonia no estaría sólo plagada de avemarías y padrenuestros, sino también del trajín de los telares y de los números de los libros de cuentas; y en el aire se mezclaría el olor a agua bendita y a la lana recién esquilada.


(Continuará)

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