Autor: José Francisco Fabián García
Publicado: Revista de Ferias y Fiestas de Béjar, 2018, pp. 16-21.
En el hospital de sangre de la antigua iglesia de San Gil se agolpaba la gente. A la vez que unos salían, otros entraban. A la puerta, algunos hablaban en torno a una hoguera cuyas llamas iluminaban sus caras mostrando gestos graves que hacían entender mejor la situación. A la luz de los faroles se vio a alguno salir con vendajes apoyándose en los hombros de otros. Dentro ya de lo que fue en tiempos la nave de la iglesia, todo era un ir y venir de personas, orientados por la luz de faroles, velas, cirios y alguna antorcha, iluminando jergones en el suelo y en los que yacían heridos con vendajes en el cuerpo y en la cabeza, rodeados de familiares, sobre todo mujeres, de las que algunas eran monjas. Un murmullo grande se oía desde todas partes; a veces eran lamentos y, también, las voces de quienes se esforzaban por organizar aquella vorágine.
Foto antigua de San Gil cuando había dejado de ser hospital y funcionaba como Ayuntamiento de Béjar
A cargo de las caballerías y del ataúd se quedó el vecino que les había acompañado, mientras que el padre y los dos hijos iban abriéndose paso entre la gente. Preguntaron a un cura que asistía a un enfermo por el lugar donde tenían a los muertos. Busco a mi hijo muerto, Vicente Sánchez Plorijo, dijo con entereza. El cura le indicó que debía dirigirse a un hombre sentado en una mesa, prácticamente disimulado entre el gentío. Era un hombre mayor, con la cara redonda, poco pelo, blanco y alborotado, sentado en una mesa a la luz de una vela, en la que escribía algo en un pliego de papel. Busco a mi hijo muerto, le dijo. ¿Quién le busca?, respondió. Su padre, Ángel Sánchez Plorijo, de Valdesangil. El hombre suspiró, se levantó, tomó la vela encendida que había encima de su mesa y pidió que le acompañaran. Por el camino dijo que había tres muertos que hasta ese momento nadie había reclamado y de los que desconocía su identidad. Les llevó a una antigua sacristía cerrada con llave, que al iluminarse con la luz que portaba el hombre, dejó ver tres cuerpos tendidos en el suelo sobre una manta. Ángel se dirigió enseguida a uno de ellos, el más joven, cuyos ojos no habían sido cerrados del todo, de manera que iluminado por la luz parecía estar mirando. A su lado otro tenía toda la cara llena de sangre seca. El tercero parecía solamente dormido. Los tres hombres se arrodillaron. El padre, mordiéndose los labios, tomó la mano fría del muerto y le observó, a la vez con la otra mano cerraba por completo sus ojos. La sangre seca le cubría el pecho, pegando la camisa a la piel en una mancha que a la luz de la vela era negra y fea; tenía el pantalón desgarrado en una de las piernas, de donde asomaba también sangre seca y le faltaba una bota. Murmuró unas palabras antes de inclinarse a besarle. Conocía bien de otros besos anteriores la frialdad en la piel de los muertos, que transmite la certeza sobrecogedora de la muerte. Los otros hombres le observaron sin decir nada y no se inclinaron a besar al muerto hasta que el viejo se hubo levantado, mordiéndose de nuevo los labios y murmurando algo que tampoco ahora se entendió. Luego, los dos hermanos se agacharon para besar el cadáver. Uno estalló en un llanto, el otro le tomó del brazo como recordándole que no debía llorar, porque los hombres no deben llorar.
Grabado de la época de un cortejo fúnebre en Granada
De camino a la salida, portando entre dos el ataúd a hombros, se abrían paso entre las gentes, que al verlos se santiguaban consternados. Al pasar delante de un cura este les paró para rezar algo, hizo finalmente la señal de la cruz dirigida al cadáver y prosiguieron. Lo ataron fuertemente al aparejo de uno de los burros y partieron. No era prudente ahora bajar por la Cuesta de Campopardo de noche, de modo que lo hicieron por la ronda abajo hacia La Corredera, atravesando alguna de las barricadas, construida con carros destartalados, piedras y sacos terreros, vigiladas por uno o dos hombres de guardia. Luces de farol iban y venían como espectros por las calles; hogueras en algunos puntos en torno a las que se agrupaban hombres que comían, bebían vino y fumaban, algunos envueltos en mantas; mozos armados con gesto desafiante que miraban a todos los que pasaban; voces que no se sabía de dónde venían y los cuatro hombres, dos montados sobre un burro y dos escoltando a pie al que portaba el ataúd, enfilaron calle abajo camino del puente, donde otro grupo vigilaba, envueltos en capotes, dejando ver sus armas colgadas del hombro. Algunos hombres se les acercaban, se santiguaban al ver el ataúd sobre los lomos del burro y cruzaban con ellos breves palabras.
Barricada de Campopardo. Fotografía de Juan Cambón (1868)
Visto desde la lejanía, una luz, como un lucero, se movía lenta en la primera rampa del camino a Valdesangil vista desde el puesto de vigilancia de Campopardo. Apenas hablaban entre ellos ascendiendo, solo lo más imprescindible. El ruido era, casi únicamente, el de las bestias rozando las pezuñas con las piedras del camino en la oscuridad, solo iluminada por el hombre que, portando un farol, encabezaba la marcha a lomos del animal. Cuatro hombres, dos caballerías, un ataúd y la noche de septiembre. Su sombra quedaba proyectaba dibujando en el suelo espectros, cada vez que salía la luna entre los nubarrones y su luz se unía a la del farol para iluminar más el camino. Se respiraba humedad. De vez en cuando alguna gota de agua hacía presagiar que pudiera llover.
Continuará
Parece que los hechos se desarrollan en la noche del 28 al 29 de septiembre, día del Arcángel Miguel. Ignoro cómo evolucionaron los acontecimientos a lo largo de la madrugada, pero seguro que el santo Arcángel fue benévolo a la hora de pesar el alma de Vicentillo.
ResponderEliminarUn abrazo,
La escena que describe es dantesca, parece sacada de alguna película.
ResponderEliminarLa realidad muchas veces supera la ficción.
Besos
La luz del farol, la comitiva fúnebre y las sombras fantasmales proyectándose sobre el suelo... Una estampa en claroscuro de la España profunda, terrible y cruel, al estilo de un aguafuerte de Goya o de una comedia bárbara de Valle Inclán.
ResponderEliminarSaludos.
Te he contestado a tu comentario en mi blog.
ResponderEliminarhttps://ventanadefoto.blogspot.com/2019/01/mercado-medieval.html#comment-form
Besos
Parece sacada de un guion de una obra de terror, pero para los que fueron protagonistas muy triste.
ResponderEliminarSaludos.
El santiguarse al pasar ante el difunto o arrodillarse es un hecho perdido del que el respeto hacia los muertos parece que haya desaparecido, o bien lo estamos viviendo de forma distinta.
ResponderEliminarUn abrazo.
PD El Templo Senso-ji, es muy importante en Tokio aunque personalmente no es de los mejores, con lo cual efectivamente hay muchos turistas.
La descripción eriza la piel...
ResponderEliminarMe recordó cuando de pequeño, vivía al lado del cementerio...La gente se arrodillaba al ver el cortejo o se quitaban el sombrero. No hace mucho vi a alguien de mi pueblo ahora, hacer lo mismo.
Besos Carmen
Madre mía. Parece una historia de terror. Triste y oscura época.
ResponderEliminarBesos.
·.
ResponderEliminarTremendo relato. Unas descripciones perfecta que te hacen estar presente en todo momento.
Las ilustraciones son muy buenas, especialmente la de la barricada.
Un abrazo.
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LMA · & · CR
Con tan bonita narrativa, lo estoy viviendo como si lo estuviera viendo.
ResponderEliminarQuedo expectante para esa tercera parte.
Un abrazo.
Cuan interesante historia.
ResponderEliminarQue lindo post y blog, un gusto estar aqui.
Un saludo para ti y que tengas un lindo dia.
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·.
ResponderEliminarDel mismo modo en que me gustan las fotografías, por calidad y valor testimonial, me gustan las descripciones en el texto. Es una gran trabajo.
Un abrazo
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LMA · & · CR