Autor: José Francisco Fabián García
Publicado: Revista de Ferias y Fiestas de Béjar, 2018, pp. 16-21.
Un hombre llegó al atardecer, descompuesto y alterado, a la plaza de Valdesangil procedente de Béjar, de donde, a pesar de la distancia, se habían oído explosiones y tiroteos sobrecogedores, corroborados por el testimonio directo de algunas mujeres con niños que habían llegado atemorizadas huyendo de la situación. El recién llegado vestía una chaqueta corta de tela gruesa, dejándose ver debajo de ella una camisa blanca con desgarros, sucia y manchada de sangre, sangre que, según aclaró, no era suya, porque no estaba herido. Como si le estuvieran esperando y, sobre todo, viéndole la cara de circunstancias, la gente fue arremolinándose en torno a él. Era joven, hablaba con dificultad haciendo grandes esfuerzos para ello, porque parecía haber perdido parte de la voz con la excitación. Después de oír lo primero que tenía que decir, algunos se retiraban de la primera fila con el gesto perturbado diciendo a los que llegaban: ¡Vicentillo, que han matado a Vicentillo!, a lo que los que recibían la noticia se llevaban las manos a la cabeza espantados. Mala era la noticia de la muerte de un paisano tan joven, pero aún peor era la incertidumbre en los corazones de los que recibían la noticia por lo que, según decía aquel hombre, estaba pasando en Béjar: por los muertos que había y por el enfrentamiento tan cruel que se había dado y que tal vez continuara en los próximos días. Contaba que las tropas militares habían cargado en La Corredera y en la Puerta de la Villa a tiros y cañonazos contra la gente y que habían saqueado casas persiguiendo a los que se les enfrentaban y hasta habían violentado a mujeres. Según decía, los militares no habían distinguido entre luchadores, mujeres, niños y ancianos; se había peleado en La Corredera y en la Puerta de la Villa y entre unos y otros había muchos muertos y heridos, uno de los cuales era el pobre Vicentillo. Él le había visto cuando le llevaban al hospital instalado en la iglesia de San Gil; tenía mucha sangre en el cuerpo, iba ya muerto, podía asegurarlo. Había muerto en la Puerta de la Villa.
Iglesia de Valdesangil
Foto sacada de aquí
En esto apareció corriendo una mujer menuda, mayor, rondando los sesenta o más, toda vestida de negro, menos un mandil a rayas sobre el manteo y un pañuelo negro cubriéndole la cabeza. Al verla llegar gritando, sabiendo quién era, se le hizo un pasillo que la condujo al recién llegado. Al oír lo que este le decía, dirigido ahora solo a ella, se llevaba las manos a la cabeza y otras veces se golpeaba en el pecho con desesperación, a la vez que la sujetaban algunas otras mujeres de las que se congregaban en torno a ella.
Vista aérea de Valdesangil
Foto extraída de aquí
Una hora más tarde, la casa de aquella mujer, llamada Fermina Garay, era la más concurrida de Valdesangil. Hasta ella iban llegando hombres y mujeres con cara seria que saludaban primero a los que permanecían afuera y en el portal de la casa y, luego, descubiertos de la cabeza, si eran hombres, pasaban un momento a la cocina de la casa donde, sentadas en corro sobre sillas, tajos y tajuelas, se sentaban las dolientes, todas mujeres, en un ambiente tenue iluminado por velas, un candil y la luz de las brasas en la chimenea. Fermina, abatida y llorosa, exhalaba de vez en cuando ¡Ay mi hijo, ay mi Vicentillo, que me le han matado! ¡Ya no te vuelvo a ver!, mientras era sujetada por sus familiares, insistiendo en detalles de su desgracia y de la oportunidad de haber ido el muchacho a Béjar aquel día, sabiendo de los peligros que había. Aquella mujer, que había parido once veces, que había perdido varios hijos al poco de nacer, como tanta otra gente y a quien nadie le había conocido desfallecimientos ante nada que significara trabajo y lucha sin descanso, ahora se encontraba abatida como nunca por el dolor. Al cabo de un rato llegó una moza joven con cara compungida y llorosa. Se asomó a la cocina y pidió a una de las mujeres que saliera afuera. Salió, hablaron un momento. La que había salido, volvió a entrar y habló un momento con su madre frente a frente en voz baja. La mujer asintió con la cabeza y la muchacha entonces entró dentro, besó a la anciana a la vez que pronunciaba unas palabras para ella, le hicieron un sitio entre todas y se sentó como una más de las dolientes. No se había hecho novia todavía de Vicentillo, pero llevaban desde hacía unos meses hablando.
Mujeres de luto
Foto tomada de aquí
A esa misma hora, los hombres de la familia y un vecino ya tenían casi todo dispuesto para ir a buscar el cadáver de Vicentillo a Béjar. Había oscurecido casi por completo, pero de ninguna manera iban a permitir que el muchacho pasara la noche solo, sabía Dios dónde y cómo. Lo encabezaba todo Ángel, el padre de Vicentillo, llorando solo por dentro, como lloraban los hombres. Nadie en aquellos momentos osaba contradecirle lo más mínimo en los preparativos, por entender que, como padre, poseía del dolor más grande y la pena más profunda. Había que velarlo como Dios manda esa misma noche y en su casa, con la familia. Aparejaron las caballerías, cargaron el ataúd de la cofradía de las Ánimas, las cuerdas necesarias para amarrarlo y poco después cruzaron el pueblo camino de Béjar alumbrados por faroles. Había poca luna y la poca que había, aparecía y desaparecía entre las nubes densas que presagiaban el otoño. A su paso, la pequeña comitiva de hombres era saludada con gesto serio y de dolor por los que se cruzaban. El camino a Béjar estaba oscuro, pero lo conocían tan bien ellos y los animales, que poca falta hacían los faroles para alumbrarse. En el silencio solo se oían sus pasos y los de las caballerías. Únicamente, alguna vez, aprovechando que no se veía, se oyó el gimoteo de alguno de ellos, llorando en silencio ante la cruda realidad de que nunca más volverían a ver vivo a Vicentillo. También se oía alguna vez, con palabras sueltas, casi imperceptibles, la voz entre dientes del padre, quizá jurando y maldiciendo algo para sus adentros.
Camino de noche
Foto de aquí
Ya en las proximidades de Béjar,
controlando el camino a Ciudad Rodrigo, poco antes de cruzar el río Frío, les
detuvo un piquete de mozos armados con escopetas que salió de la oscuridad. Les
dejaron pasar enseguida amablemente sabiendo a lo que iban. Como les habían
explicado que casi todas las calles cercanas a La Corredera estaban taponadas
por barricadas y otros obstáculos temiendo la vuelta del ejército, que parecía haberse
replegado de momento a la zona de Vallejera, condujeron a las caballerías por
las Cuestas de Campopardo, para salir directamente a la ronda camino del
hospital improvisado en la iglesia de San Gil. Había gente por las calles con
cara de inquietud que iba y venía portando faroles encendidos, algunos conduciendo
carros cargados de tablones y sacos terreros para construir barricadas, pero
también otros, expectantes e intranquilos, asomados a las puertas y a las
ventanas, mirando todo lo que pasaba, como si esperaran que algo nuevo y malo
fuera a suceder en cualquier momento. Se respiraba en el aire, a oleadas, olor
a pólvora y a fuego.
Continuará
La historia tiene todo el dramatismo y el dolor que conduce el empleo de la violencia y siempre pagando en ella la población menos favorecida....estaremos pendiente de la continuación de la historia.
ResponderEliminarBesos
¡Cuánto sufrimiento y dolor traen las guerras! En fin, quedo a la espera de la segunda parte. Un abrazo.
ResponderEliminarUn relato que toca la fibra...Siempre los mismos...
ResponderEliminarBesos Carmen
Y nunca aprenderemos. Y volveremos a las andadas.
ResponderEliminarSaludos.
Me gusta este relato novelado que da margen a la imaginación a la hora de contemplar unos hechos que, sin duda, fueron mucho más prosaicos.
ResponderEliminarUn abrazo,
Un relato que te mantiene en la intriga y a la vez en el dolor de la tragedia.
ResponderEliminarEsperando la continuación un abrazo.
El texto también respira oleadas de pólvora y fuego... Continúo leyendo.
ResponderEliminarUna maravilla la narración de esta primera parte, quedo ala espera de la siguiente.
ResponderEliminarUn saludo, Carmen.