Autora: Carmen Cascón Matas
Publicado: Artículo literario escrito para la Revista de Fiestas y Ferias de Béjar, 2014, pp. 32-35.
Unos cañonazos me sobresaltan. No, otra vez
no. ¡Los franceses de nuevo! ¿O será el pérfido general Basilio García, el
líder de los carlistas que sembró el terror de los bejaranos allá por 1838 y
que fue expulsado por Pardiñas? “A las barricadas, ¡muerte a Isabel II! ¡Abajo
los Borbones!”, gritan en 1868. Los latidos del cañón son producto de mi mente.
Sigo sentada y mi nieta aporrea el piano. Duros momentos aquellos de mi vida.
La placentera Béjar en que nací en el último cuarto del siglo XVIII, subyugada
bajo el dominio de los duques, ha cambiado demasiado, tanto que casi no la
reconozco y, sin embargo, de entonces guardo los mejores recuerdos por ser los
de mi infancia y adolescencia. Las sucias y retorcidas callejuelas,
enclaustradas entre los muros de la cerca defensiva, salpicadas por talleres
artesanales dedicados a la elaboración de paños, sacralizadas por tres
conventos –uno de frailes y dos de monjas-, domeñadas con mano de hierro por un
duque ausente, siempre en Madrid, habitadas por alegres gentes dentro de una
agonía en forma de hambre y enfermedades, recorridas por generaciones procedentes de
lugares lejanos –Flandes, Holanda, Inglaterra, Francia, Alemania- por obra y
gracia de la casa ducal, moldeadas a base de granito de la sierra, brillaban
bajo el mismo sol puro del invierno, idéntico al que lucía aquel agosto de 1809
cuando las tropas del Corso entraron a sangre y fuego matando, saqueando,
violando, incendiando.
De todos los dramas de mi vida este fue quizá el más
amargo. Mi marido, Telesforo Sánchez Ocaña, amartilló su pistola, me encerró
con mis hijas en el desván de la casa y dio orden a los criados de que cerrasen
a cal y canto las puertas de acceso a la calle. Durante días no pudimos ver la
luz del sol. La guerra contra el francés transcurrió a lo largo de seis extensos
años y Béjar sufrió en sus propias carnes las idas y venidas, los avances y
retrocesos de los frentes, las correrías de los guerrilleros y sus habitantes soportaron
hambre y penalidades.